Monday, November 26, 2007

El chavista Castro

CARLOS G. REIGOSA

El Diario de Leon

HAY ALGO PATÉTICO en el canto desvergonzadamente desproporcionado que Fidel Castro ha hecho -y sigue haciendo- de «la inteligencia y la capacidad dialéctica de Hugo Chávez» en su «dignísima» intervención en la Cumbre Iberoamericana , en donde habría desenmascarado «las conductas y métodos genocidas del imperio y de sus cómplices». ¿Se puede ser más ciego, fanático e idólatra? Recuerdo un día de 1993 en el que Gabriel García Márquez nos hablaba confiadamente del dictador cubano, su amigo de toda la vida, y nos contaba que en una ocasión éste había dicho en público: «Ni Gabo ni yo somos castristas». La frase parece tener hoy un sentido irrefutable. A estas alturas parece claro que los papeles se han invertido y que el Castro no castrista se ha declarado chavista a machamartillo. El viejo dinosaurio caribeño ha rendido su admiración ante el bravucón venezolano, que demoniza y amenaza sin parar a quienes tilda de enemigos. Era lo que le faltaba al veterano dictador cubano: un heredero ideológico al que dejarle las cenizas de su revolución y la ira de su propio fracaso. Hugo Chávez parece tener el perfil adecuado para intentar la revancha y cosechar un fracaso todavía mayor que el de su predecesor cubano. Al tiempo.

La realidad era que el castrismo ya había muerto de inanición, abandonado por la muchedumbre de intelectuales que lo cantaron en sus orígenes. El último en desertar fue el Nobel portugués José Saramago, espantado por la brutalidad represiva. Sólo le quedaba García Márquez, un escritor impecable que ha decidido conscientemente morir con el pecado y la mácula de su amistad, convencido tal vez de que retroceder tarde es peor que no retroceder. Y en éstas estábamos cuando llegó Chávez con su cohorte de intelectuales pesebreros y se lanzó a redimir -mediante transfusiones petrolíferas- la moribunda «revolución o muerte». Castro respiró hondo, abrió con pasmo sus ojos y vio en el horizonte a un extraño personaje que gesticulaba, berreaba y se proclamaba su delfín. Y Castro, seducido, reanimado, reivindicado, se convirtió a su religión... sin acabar de entenderla.

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