La muerte de los dictadores
Tania Díaz Castro
LA HABANA, Cuba - Diciembre (www.cubanet.org) - Algo que en vida no les pasaba por la mente a los dictadores es que cuando más fatales se ponen es después de muertos.
Citemos sólo a algunos, pertenecientes al siglo XX.
Benito Mussolini fue golpeado por las multitudes, desmembrado y escupido mientras colgó de cabeza durante días hasta que no se pudo soportar la fetidez de su cuerpo. Luego lo enterraron en secreto en el cementerio de Musocco en Milán. Al cabo del año fueron robados sus despojos y trasladados a un convento franciscano. Más tarde Donna Rachele, su viuda, recibió los restos de Mussolini y por último se le dio sepultura de forma anónima en Predappio, donde había nacido el dictador.
Al verse perdido, Adolfo Hitler murió por sus propias manos en el búnker que había mandado a construir para proteger su vida, momentos antes de que Berlín fuera tomada por las tropas aliadas. Ni siquiera sus cenizas aparecieron. Hasta llegó a decirse que su cabeza la conservaba José Stalin en una misteriosa habitación del Kremlin, como prueba de que el dictador había muerto.
José Stalin, en cambio no fue tan desgraciado durante los primeros años de su muerte. Falleció en una cama, como cualquier mortal, y fue enterrado con todos los honores en el Kremlin. Sin embargo, gracias a un subalterno suyo, quien denunció sus crímenes y su política maquiavélica, sus restos fueron extraídos del Kremlin, mientras los archivos soviéticos empezaban a abrirse y la verdadera historia del dictador georgiano salía a la luz.
En 1975 también murió en su cama el jefe de estado, de gobierno y del ejército español Francisco Franco. Hasta el último día de su vida mantuvo la represión contra los movimientos de oposición y una de sus últimas órdenes, en su lecho de muerte, fue llevar a cabo la ejecución de varios presos políticos. Después de casi cuatro décadas de dictadura y a pesar de que durante sus dos primeros decenios un amplio sector del pueblo la aceptara, no queda en toda la península ibérica un busto ni una tarja conmemorativa del hombre que además de provocar una de las guerras civiles más sangrientas del siglo pasado, simpatizaba con Perón, con Trujillo, con Fidel Castro y hasta con Pinochet.
A pesar del silencio de la prensa castrista, la muerte del dictador rumano Nicolae Ceausescu, ocurrida en 1989, se supo que ocurrió de manera espantosa a manos del pueblo rumano, el mismo que hasta unos días antes lo había aplaudido. Un mes antes el canciller cubano Isidoro Malmierca le hizo entrega de un mensaje de apoyo del gobernante Fidel Castro.
Slobodán Milosevic, el dictador serbio, murió de forma misteriosa en su celda. Nada más se ha dicho sobre este hombre, ni se sabe en qué lugar de Yugoslavia han sido depositados sus restos mortales.
Saddam Hussein, el ex dictador iraquí, ha sido sentenciado a muerte en noviembre pasado por un tribunal en Bagdad. Aún no sabemos la fecha de su muerte en la horca. De este hombre dijo el periódico Granma el 6 de septiembre de 1990 que contaba con un ejército de cinco millones de voluntarios dispuestos al sacrificio y que este ejército aumentaría a doce millones, con el fin de luchar contra los Estados Unidos.
En días pasados murió el ex dictador chileno Augusto Pinochet. Su cadáver provocó graves disturbios callejeros entre sus víctimas y sus partidarios. Según la prensa será incinerado y no podrá recibir honores de Estado por haber causado la muerte y la desaparición de más de tres mil personas. Ni convertido en cadáver los chilenos le perdonarán sus crímenes.
Sería bueno que aquellos políticos que desean perpetuarse en el poder echen una ojeada al pasado. Descubrirían cómo después de muertos representan lo peor en la memoria de los pueblos.
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