El fin de la historia y el último cubano15 de Enero, 2008
Durante tres días el periódico Granma –en sus dos páginas centrales- nos inundó con todos los aniversarios que en este 2008 ostentan un número cerrado. Junto a los 155 años del natalicio de José Martí, se podía leer el 125 aniversario de la muerte de Karl Marx y el medio siglo del secuestro de Fangio a manos del Movimiento 26 de julio. El acto de reunir esos datos y presentarlos como un compendio para sucesivas conmemoraciones y actos de recordación, me ha hecho reflexionar sobre la relación de los cubanos con el pasado; en el excesivo peso del ayer en nuestras vidas.
Todas esas referencias a lo que fue y debemos evocar, contrastan con el poco tiempo que dedicamos a hablar del futuro. Las nutridas efemérides nos recuerdan que hoy –hace ya varios años- algo ocurrió o alguien murió. La mayoría de estos hechos datan de cuarenta, cincuenta o cien años atrás, mientras que un vacío de sucesos cubre los períodos más cercanos. Los que tenemos menos de cuarenta años no hemos sido protagonistas de casi nada, sino meros espectadores de las glorias de otros. Pasivos consumidores del engordado repertorio de fechas pasadas.
Temo que esa tendencia a la “arqueología” histórica está llenando el tiempo que tenemos para debatir sobre el día de hoy. Quiero sacudirme tanto aniversario y tanta fecha acuñada. Propongo que el presente no sea más el escenario para recapitular sobre lo que ocurrió y que se convierta –como debe ser- en el trampolín para lanzarnos al “mañana”.
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Las energías ¿ocultas?15 de Enero, 2008
Recuerdo cuando en el año 94 se permitieron las licencias para abrir un restaurante privado (paladar) o una cafetería. La Habana se llenó de kioscos improvisados que nos devolvieron perdidos sabores y añoradas recetas. En un par de meses toda la creatividad contenida se explayó en cientos de sombrillitas, mesas sacadas al portal y hasta sofisticados sitios para degustar un batido de mamey o un pastelito de guayaba. Las energías contenidas por miles de cubanos se materializaron en productos y servicios, de una calidad y una eficiencia no conocidas por mi generación.
Presenciamos -entre atónitos y felices- el rebrote de la pequeña empresa privada que nuestros padres habían visto ahogarse con la Ofensiva Revolucionaria de 1968. Un paseo por las calles de mi Centro Habana natal, era la confirmación de que la escasez anterior no había sido fruto de una innata incapacidad para producir, sino culpa de los férreos controles estatales a la inventiva privada.
De aquel boom de creatividad e ingenio también nos tuvimos que despedir, en el momento en que por “allá arriba” comprendieron que las libertades económicas implicarían –inevitablemente- autonomía política. Cuando Cuco, el dueño de la paladar más famosa de mi barrio, quiso invertir sus ganancias en un viajecito a París, en un auto moderno y en crear una revista de perfil “gastronómico”, comenzó a preocupar a los funcionarios. Para contrarrestar esas “poses de clase media” le llovieron los altos impuestos, los malintencionados controles y las engrosadas prohibiciones. Tuvo que cerrar el restaurante y el carnaval de sabores que habíamos redescubierto se replegó otra vez a la sombra.
Los “pequeños negocios privados” que sobrevivieron al regreso del centralismo, nos revelan que todas esas energías para producir sólo están esperando, agazapadas, que las restricciones legales se aflojen –aunque sea un milímetro- para volver a conquistar nuestras calles y portales. Cuco acaricia su recetario –aumentado en estos años de espera- y proyecta un nuevo restaurante en la azotea de su casa. Ya tiene el diseño de la página web para promocionar sus platos, las tarjetas de presentación y el color de las servilletas. Está esperando –en la línea de salida- a que den la voz de arrancada que le permitirá competir por su sueño.
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El banco de la escuela de Letras15 de Enero, 2008
Lugar de confluencia obligatoria, a un costado de la puerta principal del edificio Dihigo, descansa el rojizo mastodonte que es el “banco de la escuela de Letras”. Sobre él se han posado en las últimas décadas las más ilustres asentaderas de nuestra intelectualidad. Muchos de esos traseros letrados descansan hoy en un butacón en París, caen sobre una silla en Buenos Aires o aplastan el cortado césped de un campo alemán. A pesar del largo peregrinaje de una buena parte de sus “inquilinos”, el largo asiento permanece -con su perdurable caoba- en el mismo lugar.
Sobre los duros listones que lo forman, me senté el primer día que llegué a la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana y me desplomé un par de veces cuando recibí alguna baja calificación. Él supo de mis dificultades con el latín y de mi predilección por la literatura latinoamericana. Su férrea estructura comprobó los pocos kilogramos que, los años de Período Especial, nos hicieron ostentar a muchos estudiantes. Estuvo al tanto, también, de las incomprensiones que generaban el sectarismo, las “purgas” ideológicas y los dogmas.
Metida en la madera de este austero banco, está la memoria de muchos escritores premiados, de otros defenestrados y de los ya fallecidos; mientras que en su espaldar el sudor de varias generaciones de críticos, poetas e historiadores del arte, ha dejado un “barniz” de erudición.
Desde que me gradué no me he atrevido a sentarme –otra vez- en el “banco de la escuela de Letras”. Ahora es territorio de los más jóvenes que sueñan con la literatura, se inician en la poesía y descubren el camino hacia la metáfora. Sigue tan recio y tan altivo como antes, pues su estructura parece alimentarse de conceptos sintácticos, análisis etimológicos y rimas asonantes.
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Los reyes a pie
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