Las muescas del pasado sobreviven en Rusia pero casi se han evaporado en el resto de repúblicas que estaban bajo el poder de los soviets. Sólo los turistas, cámara en mano, las buscan con interés
MARÍA SANTÍN
Publicado Lunes , 09-11-09 a las 01 : 49
ABC
Cuenta Milan Kundera en «El libro de la risa y el olvido» cómo Clementis, líder comunista checo, le dejó su sombrero a su superior, Klement Gottwald el día en que éste último proclamó, en Praga, el nacimiento de la bohemia comunista. Era 1948 y la foto de ambos se hizo famosa. Años más tarde a Clementis le acusaron de traidor. En el partido optaron por borrar su rastro y le eliminaron de aquella mítica fotografía. Desde entonces, Gottwald aparece solo, pero ¡ojo!, con el gorro de Clementis en la cabeza.
La historia se repite con otros nombres. También Stalin trató de borrar a Trotski… Y ahora son las ex repúblicas soviéticas las que quieren eliminar la huella de la URSS. La fiebre por aniquilar el pasado soviético comenzó al caer el muro de Berlín. Este hecho marcó el ocaso de una etapa: el fin de la Guerra Fría, de la Europa dividida, la agonía de un régimen que aún herido de muerte sobrevivió dos años más, ya que la Unión Soviética como tal no dejó de existir hasta 1991. Hasta un mítico 25 de diciembre cuando Mijail Gorbachov, entonces secretario general del Partido Comunista dimitió y la bandera roja con la hoz y el martillo desapareció del Kremlin en la Plaza Roja de Moscú. Han pasado veinte años, el mapa de Europa se ha transformado y situar esos estados que lograron su independencia tras caer el muro es tarea de sobresaliente. Más fácil es agruparlos bajo el término «repúblicas ex soviéticas», pero ese apodo no sienta bien. «No queremos que el nombre de nuestro país se asocie con esa etapa de su pasado», comenta Raimundas, lituano y ejemplo de lo poco orgullosos que están en esta pequeña república báltica de haber pertenecido a la URSS. Al pasear por las calles de Vilnius, su capital, pocos detalles recuerdan los años pasados. Ni una escultura, ninguna hoz y el martillo esculpida en la fachada de los edificios. Nada.
El caso de Lituania no es excepcional. El escritor polaco Ryszard Kapuscinski recuerda en «El Imperio» cómo a mediados de 1991, en Ucrania, (meses antes de la independencia) apenas quedaban en las calles de Kiev esculturas del líder de la revolución bolchevique. Curioso si tenemos en cuenta que durante los años del dominio soviético se calculaba que podría haber, sólo en Ucrania, unos ¡cinco mil monumentos dedicados a Lenin!. Era la ley. Su imagen debía estar presente en fábricas, escuelas, hospitales, cuarteles, puertos, estaciones, universidades, parques… La misma consigna era válida en la URSS y en Europa del Este.
Hoy, sólo los turistas preguntan por estos detalles. Y sólo en Rusia los guías muestran esas reliquias con cierto orgullo. Por ejemplo, al bajar al metro de Moscú, una gran obra construida durante el gobierno de Stalin donde todavía son visibles no sólo imágenes de Lenin. En muchas estaciones siguen presentes las doctrinas y opulencias de aquel sistema.
¿Por qué no dejan en paz a Lenin?
Más confusa es la visita a la plaza Roja de Moscú y al mausoleo donde aún yace el cuerpo momificado del primer presidente soviético. Entrar es gratis. Y según la temporada, las colas eternas. Se puede contratar un guía extraoficial que se salta la espera, eso sí, tras pagar 15 euros, costumbre típica en Rusia donde todo se agiliza a cambio de dinero. «Es una de las herencias del viejo sistema», comenta Igor, 50 años, guía turístico, antes militar, uno de esos miles de moscovitas confundidos y desencantados de vivir en un país donde, asegura, «nunca nadie ha conseguido nada». No entiende por qué la gente hace cola para ver a Lenin, no comprende por qué no le dejan reposar en paz. Es uno de los muchos rusos que aún confía en la ideología de la Revolución, que cree en el sueño de Lenin y que no soporta que pasen ante él turistas poco respetuosos, con chanclas y chicle y charlando mientras miran de qué color es la corbata de su camarada.
Con guía o sin él, agentes de la policía rusa, con pocos modales, obligan a dejar en una consigna todo lo que el visitante lleve encima: bolso, cámaras, móviles... El camino hacia el mausoleo pasa ante las tumbas de otros presidentes como Stalin, Breznev, Andropov, Chernienko... hasta llegar a Lenin, quien reposa cual muñeco en una urna de cristal. Al contemplarlo, choca pensar que murió ¡en enero de 1924! Cuentan que en aquella jornada los termómetros marcaban ¡cuarenta grados bajo cero!. A pesar del frío gélido una multitud salió a la calle. Había hogueras en todo Moscú y la marcha fúnebre sonaba por doquier, acompañada de explosiones de dinamita. Otro de esos días históricos para la historia de Rusia y del mundo.
Durante los años del dominio soviético se calculaba que podría haber, sólo en Ucrania, unos ¡cinco mil monumentos dedicados a Lenin! Hoy apenas queda nada
Para profundizar en los orígenes de la Revolución lo mejor es viajar a San Petersburgo, antes Leningrado, donde el crucero Aurora sigue anclado en el río Neva. Se conserva tal cual estaba cuando Lenin hizo aquel disparo histórico que anunció el ataque Palacio de Invierno. Fue el principio del fin de los Romanov, el desenlace de la Rusia de los zares, el inicio de un nuevo poder en el Kremlin. Mientras estos días Berlín celebra la «Fiesta de la Libertad» en San Petersburgo un grupo de nostálgicos se ha concentrado un año más ante el Aurora para recordar que un día como el de ayer, es decir, un 7 de noviembre de 1917 (25 de octubre por el calendario juliano vigente entonces en Rusia) la revolución bolchevique se hizo realidad, hace 92 años. Fechas cercanas pero celebraciones contrarias.
Las muescas del pasado sobreviven en Rusia pero casi se han evaporado en el resto de repúblicas que estaban bajo el poder de los soviets. Volvemos a Lituania, donde la memoria histórica hace hincapié en lo malo. Por ejemplo, en el museo de las Víctimas de Genocidio. Ocupa las instalaciones de la que fue sede de la policía soviética, la KGB y todo sigue igual: las celdas, los gélidos y húmedos pasillos, las cámaras de tortura, los despachos... Durante la visita se advierte que la URSS ocupó Lituania el 15 junio de 1940. A partir de entonces se prohibieron los partidos, las asociaciones y todo lo relacionado con la independencia. Durante el primer año hubo más de once mil arrestos y familias enteras fueron deportadas a Siberia.
Camino de Siberia
Hay otro lugar en Lituania donde el tiempo se ha dormido. Es el parque Grutas, un museo extraño pegado a la frontera con Bielorusia, donde se esconden reliquias soviéticas: bustos de líderes, periódicos, documentos y hasta el vagón de un tren oxidado donde viajaban los deportados a Siberia. Casi todos quienes se acercan a visitar esta insólita exposición son occidentales. A los locales, no les hace gracia.
Lo mismo ocurre en la prisión de Patarei, en Tallín, capital de Estonia. Digno escenario de una película de terror donde también todo se conserva intacto. Funcionó como cárcel entre 1912 y 2002 y si sus desconchadas paredes hablasen contarían que en los años del terror de Stalin, gran parte de los presos que se pudrían en aquellas celdas mugrientas eran gentes de la calle, delatada por sus propios vecinos y cuyo crimen era ser «enemigos del pueblo». Eran los años de los informes, de la policía secreta, de los espías en los que todo el mundo estaba obligado a servir con absoluta lealtad al partido. Las detenciones, los interrogatorios y las torturas se repetían cada día. Por eso las ventanas de algunas celdas están tapiadas, al igual que los sótanos de la sede de la KGB en Tallín. Aquellas paredes de ladrillo evitaban que los gritos de los detenidos se oyesen desde la calle.
Mientras lituanos, estonios, ucranianos, polacos, rumanos, búlgaros… trabajan duro para borrar su memoria histórica hay otros destinos como Berlín donde no se esconde. Sí, han pasado veinte años desde la caída del muro y la capital alemana es una referencia de la modernidad llena de edificios vanguardistas firmados por grandes arquitectos. Pero aún son numerosos los detalles que recuerdan aquellos veintiocho años de separación.
En Berlín todo cabe en la maleta del viajero ávido de trofeos. Pero no todos los vecinos están a favor de que su ciudad se haya convertido en un parque temático del pasado
La avenida Unter der Linden está llena de puestos donde venden trozos de muro, gorras militares, matrículas originales de viejos coches trabant, pegatinas e imanes con las siglas DDR… Hay exposiciones conmemorativas frente a los lugares míticos en la historia de la RDA, un museo dedicado exclusivamente a la vida en aquellos años (el DDR museum)... y cada vez son más quienes se acercan hasta East Side Gallery donde se conserva el trozo de muro más largo de Berlín.
Todo cabe en la maleta del viajero ávido de trofeos. Pero no todos los berlineses están a favor de que la ciudad se haya convertido en un parque temático del pasado, no sólo en la parte oriental. En Berlín occidental reinaba otro fantasma, el del Tercer Reich. Ambos eslabones de la historia del siglo XX se han visto obligados convivir en Berlín y a compartir los flashes de los visitantes que pasan del museo de Checkpoint Charlie, paso fronterizo que separaba el sector soviético del americano, a fotografiar la exposición titulada «topografía de terror» sita en el edificio de oficinas de la Gestapo y de las SS, y compuesta por paneles donde se narran algunas de las barbaridades de los nazis.
Y de ahí, al monumento memorial del Holocausto, casi tres mil bloques de hormigón dispuestos a modo de tumbas construido sobre el búnker de Joseph Goebbels, ministro de propaganda nazi. La polémica en su momento fue intensa. ¿Debía sellarse el búnker o abrirse al público? ¿Deberían los checos haber borrado el gorro de Clementis? ¿Deberían derrumbar los barrios de edificios de viviendas grises que evidencian el pasado de toda Europa del este? ¿Es posible enterrar al genio de la historia?
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