El hijo del dictador
Jorge Batista, hijo del dictador cubano Fulgencio Batista -que
fue derrocado por Fidel Castro en enero de 1959- eligió Lima como su último
destino. En un departamento con vista al mar, rodeado de perros y fotos
antiguas, repasa su vida en la isla y en el exilio. Y, sobre todo, sigue
defendiendo con firmeza a su padre.
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No estamos en diciembre ni en octubre, pero la casa de Jorge Batista (70)
está decorada con un gran Papá Noel y las típicas calabazas y brujas de
Halloween. Vive rodeado de símbolos norteamericanos para rendir tributo al país
donde más años ha vivido desde el día que huyó de Cuba, la madrugada del 1 de
enero de 1959, de la mano de su padre, Fulgencio Batista, dos veces presidente
de Cuba. La primera vez, entre 1940 y 1944, mediante elecciones (aún hay dudas
si limpias o no) y la segunda, entre 1952 y 1959, mediante un golpe de
Estado.
Jorge Batista ha elegido Lima como su último destino. La neblina se cuela por
el ventanal de un departamento con vista al mar. Cuatro perros (Parsons,
Chalaca, Lola y Madie) emiten ladridos que acompañan el recorrido de Jorge por
las fotos de su infancia. “Este soy yo con mi padre”. “Aquí con Pío XII”. “Ella
es mi hija de 46 años, vive en Madrid.”
Jorge alguna vez estuvo casado. Ahora está solo. Bueno, con sus perros.
También tiene un amigo que podría ser su sobrino, pero él prefiere llamarlo hijo
adoptivo. Conoció a Christian en Nueva York y cuando éste decidió volver a su
país, Perú, Jorge pensó que era momento de vivir frente al mar, en un lugar
tranquilo. “Yo vine a morir a Lima”.
En las fotos que revisa, Jorge es un niño risueño, un adolescente guapo y
elegante, al estilo Rodolfo Valentino. Sigue teniendo estilo. Es un hombre
imponente, robusto, con voz cavernosa. Tiene una frente amplia, pelo blanco y
una larga cola de caballo. Camina apoyado en un bastón, debido a las lesiones
que le dejó su afición a la hípica.
Jorge, que creció en una burbuja de poder y privilegios, pudo convertirse en
el hijo excéntrico del dictador. Pero no. Prefirió vivir lejos de los focos y su
máxima excentricidad fue dejarse el pelo largo hasta viejo y pedir que lo
entierren con las cenizas de sus perros y coloquen la escultura de un caballo
encima.
Un padre no se elige. A Jorge le tocó un dictador, a quien todos llamaban “El
Hombre”, y tuvo que huir con él ese 1 de enero en un avión, donde también se
dice viajaban 100 millones de dólares para los gastos del exilio. Un exilio que
pensaron duraría un par de años y duró toda la vida.
¿De qué ha vivido todo este tiempo? En tantos años de exilio, ¿Fulgencio
Batista trabajó como cualquier hijo de vecino para mantener a su familia? Jorge
es escueto. “Vivimos del dinero familiar, del azúcar”. Y luego, dice, de las
inversiones que hicieron con ese dinero.
En sus tardes limeñas recibe llamadas telefónicas de amigos, de su hija, del
veterinario de sus perros, de su hijo adoptivo. Lee, ve documentales de National
Geographic, espera que pase el tiempo. Además de esta entrevista, sólo ha dado
otra en su vida, cuando fue modelo de una marca de ropa deportiva en Miami, en
los 80. No ha querido hablar de Cuba hasta hoy, pero sí escribir sobre ella. En
su departamento, sobre un escritorio que mira al mar, descansa el manuscrito de
Batista´s son. The Final And Simple Truth. “Es para dejárselo de regalo a
Cuba, no lo hago con fines de lucro. Y para no aburrir, empiezo con el día que
nos fuimos de La Habana”.
La "dictablanda"
En la madrugada del 1 de enero de 1959, Jorge entró en la habitación de sus
padres y encontró a Fulgencio discutiendo con su madre, Martha Fernández.
“Díselo, tú, Martha”.
Martha era la joven que casi 20 años atrás paseaba en bicicleta cuando se
cruzó con Batista en el camino. El le pegó con el coche, ella lo arañó y llamó
dictador, él le envió flores y se hicieron amantes. Tuvieron a Jorge, en 1942, y
se casaron en 1945. Martha fue su segunda esposa y tuvieron seis hijos.
“Nos marchamos de Cuba. Ve a despertar a tus hermanos”, dijo la madre.
La idea era volar a Daytona, donde los Batista tenían casa, pero una vez en
el aire, tal vez considerando que Estados Unidos les había retirado su apoyo,
Fulgencio le ordenó al piloto cambiar rumbo hacia República Dominicana. Allí le
pediría refugio a su supuesto amigo, Rafael Leonidas Trujillo, el dictador a
quien Batista consideraba un asesino, pero también alguien políticamente
conveniente.
Mientras tanto, los rebeldes irrumpían en Kuquine -la finca familiar de
Batista en Cuba- y celebraban el triunfo, eufóricos, con los fusiles en alto,
haciéndose una foto montados en el cochecito del hermano menor de Jorge.
“Hay una foto en Kuquine muy bonita, de mi padre con los perros y el pony.
Teníamos muchos animales”, recuerda Jorge. Muchos animales y muchos libros. En
Kuquine, Batista tenía una biblioteca de más de siete mil volúmenes. Muchos se
perdieron y otros fueron donados a la Universidad de Miami. En este lugar
sagrado para Batista tuvo lugar su breve encuentro con Fidel Castro.
“Llegó acompañado de su cuñado, Rafael Díaz Balart”, recuerda Jorge. “Se puso
a ver la biblioteca de mi padre y le dijo: ‘Aquí le falta un libro’. ‘¿Qué
libro?’, respondió mi padre. ‘Técnica del Golpe de Estado, de Curzio
Malaparte’”.
Corría 1950 y Fidel Castro era un abogado sin clientes que se sumaba a
cualquier protesta. Batista no vio en ese joven de 24 años una amenaza. No
intuyó a un dictador eterno. Ni Batista ni nadie.
“Nadie pensó que duraría tanto”. Jorge empieza a hablar de Cuba con
distancia, pero por dentro algo se va calentando hasta que hierve. “Todo lo que
sucedió, mi padre lo dijo. Dijo que era comunista, pero él bajo de la sierra con
rosarios y, recién después de un año, dijo que su gobierno era marxista
leninista y empezó a nacionalizar todas las propiedades. Por el capricho de
Fidel te quitaban la casa, te quitaban tu finca y allí ponían un Meliá. Qué
vergüenza”.
“Yo a Fidel Castro lo llamo el aborto político de Cuba”, Jorge se eriza.
“Tiene una inteligencia maquiavélica para crear su propia historia. Es un genio,
pero un genio para la maldad”.
¿Y su padre? ¿Acaso no fue también un dictador como Castro? “Eso no fue una
dictadura. Fue una ‘dictablanda’. Había un Congreso, se proponían cosas y se las
tumbaban en mesas redondas. Había una oposición admitida y oficial, una
Constitución…”.
Sin embargo, Jorge sí percibía que algo se descomponía. Iba en bus al
colegio, siempre custodiado por un auto oficial. Pero un día “las cosas se
pusieron feas” y un guardaespaldas, metralleta en mano, impidió que un enemigo
del régimen de su padre le pusiera las manos encima.
Creció entre uniformados y hasta hoy es acérrimo defensor del servicio
militar obligatorio (“todo el mundo debería pasar por el ejército”). La
disciplina militar, dice, sólo le dejó cosas buenas. En concreto, dos hechos:
hacer la cama de tal manera que una moneda pueda rebotar sobre ella y llevar los
zapatos muy lustrados. ¿El truco? Unas gotas de saliva en la punta y frotar
hasta ver su propio reflejo.
Las críticas y la mentira
Con un whisky en la mano y el coro perruno de fondo, Jorge habla del pasado,
de ese país que desapareció cuando tenía la renta per cápita más alta de América
Latina “gracias a las relaciones con Estados Unidos”. “Teníamos televisor a
color, cuatro canales, refrigeradores, autos. Dicen que porque había mucha
inversión norteamericana. ¿Y qué más da? Ojalá hubiera habido más”. ¿Y los
burdeles?, ¿los casinos? “Nos acusaron hasta de prostituir a los cubanos para
atraer a los americanos. No hay más prostitución de la que existe hoy en Cuba.
Hasta nos acusaron de tener un brujo que iba a la casa, mataba corderos y gallos
y nos rociaba con la sangre para decirnos lo que nos iba a suceder. Hasta eso
inventaron”.
“Mi padre era un hombre autodidacta, hecho a sí mismo. Yo le tenía una
admiración increíble por su hambre de aprender. Era un hombre muy controlado, un
hombre de orden”.
Si las cosas iban tan bien, si en Cuba todos vivían tan felices, si Batista
era un hombre de orden, ¿por qué se desmoronó su gobierno?, ¿por qué llegó
Castro al poder? Para Jorge la culpa fue de Herbert Matthews, el reputado
periodista del NewYork Times. Entrevistó a Fidel Castro, a quienes todos
daban por muerto. Tras la entrevista, “el gringo”, según le contó Castro a su
amigo Che Guevara, “se mostró amigable y no hizo preguntas capciosas”. Bastaron
tres reportajes, traducidos y difundidos en Cuba, para que con sólo un par de
frases (“Su personalidad es avasalladora. Es evidente que sus hombres le adoran
y se comprende fácilmente por qué ha despertado las simpatías de la juventud
cubana…”) Matthews le regalara a Castro el más grande de los triunfos
publicitarios. Después de esa entrevista, publicada el 24 de febrero de 1957,
Castro se convirtió en un héroe. “Empezaron a dudar de la fortaleza de mi padre…
y el pueblo empezó a volcarse”.
Batista pronunció su discurso final (“Juzguen ustedes mismos”) y se fue
pensando que volvería. El exilio fue “un alivio” y Jorge, mientras su padre
estuvo vivo, nunca sintió el desamparo del poder. “Gracias a Dios, hijito, que
estamos aquí”, solía decirle. La villa que tenían en Estoril, Portugal, era una
suerte de Kuquine. El gobierno de António de Oliveira Salazar les otorgó
privilegios. Mantuvieron su vida de influencias y vivían rodeados de agentes.
Franco también los recibía en España con honores. “Nunca nos faltó la
ceremonia”, precisa Jorge.
Cuba nunca le ha sido indiferente, Jorge dice que le genera más nostalgia que
irritación, aunque a veces se le nota más irritado que nostálgico, sobre todo
cuando habla sobre quiénes cayeron (Mubarak, Gadafi, Hussein) y quién no. “A
este hombre nadie le hace ningún juicio con tantos muertos y fusilamientos.
Hasta el Che Guevara tenía una ventana por donde veía los fusilamientos con sus
amigos. ¿Cómo no los juzgan?”.
Fulgencio Batista presidió, para muchos, uno de los gobiernos más corruptos
de Latinoamérica, pero Jorge es categórico: “Todo eso es mentira”. En sus
recuerdos de infancia, en una de esas tardes luminosas en Kuquine, Cuba era un
país feliz. La Historia podrá decir otra cosa, pero en el cuento que es su vida,
su padre -como para muchos mortales- lleva una capa y es un héroe.
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