Tuesday, August 9, 2011

PARA ALARMARSE EN UNA DEMOCRACIA . PERO EN CUBA , ES ALGO PASAGERO .

Por Rafael Dominguez.


En los últimos 25 años, los cubanos, carentes de medios autónomos de comunicación y de recursos económicos, políticos e ideológicos para oponerse al Gobierno de Fidel Castro, han aprendido a transmitir su incertidumbre y su angustia de otras maneras. Casi dos millones se han marchado del país como han podido -en balsas, camiones flotantes, cajas de correo aéreo, trenes de aterrizaje- y alrededor de 70.000 se han suicidado, también, de las más diversas formas: incinerados, ahorcados, desangrados, apuñalados, atropellados en la carretera, precipitados al vacío o, simplemente, de un tiro en la sien. En el último medio siglo de comunismo, 100.000 cubanos podrían haberse quitado la vida.

A principios de los años ochenta, el Ministerio de Salud Pública de la isla dio a conocer que la tasa de suicidio en Cuba había rebasado los 20 por cada 100.000 habitantes. Aquellas cifras revelaban que, en menos de una década, el índice de muertes por esa causa se había duplicado -en 1969 sólo morían así 8 entre 100.000- y que Cuba no era uno de los países latinoamericanos donde más personas se mataban al año, sino la nación con más suicidios per cápita del hemisferio occidental. Los cubanos, según esa estadística infernal, se mataban más que los norteamericanos y que la mayoría de los europeos, los asiáticos y los africanos. La isla caribeña se acercaba a las tasas de suicidio de países nórdicos como Dinamarca, Finlandia y Suecia, y de algunos de sus aliados en Europa del Este como Hungría, Rusia y las repúblicas del Báltico.

Un estudio realizado a mediados de los noventa, en Miami, por Maida Donate y Zoila Macías, dos antiguas investigadoras del Ministerio de Salud Pública, cuestionaba las estadísticas dadas a conocer por la Organización Mundial de la Salud, en 1995 y 1996, según las cuales, el Gobierno cubano había logrado contener aquella tendencia creciente con tasas de alrededor de 2.000 suicidas al año. Según estas estudiosas, a mediados de la pasada década, el índice de suicidios debió estar cercano a los 30 por cada 100.000, manteniendo a Cuba entre las cinco naciones más suicidas del mundo. Donate y Macías, sin embargo, demostraban que esa tendencia, acentuada entre los habitantes de la isla, también caracterizaba a los cubanos de Miami, cuyas tasas de suicidio eran superiores a las de otras comunidades hispanas en Estados Unidos.

El tema ha llamado la atención de novelistas, historiadores y sociólogos. Guillermo Cabrera Infante le dedicó uno de los mejores ensayos de su libro Mea Cuba (1993), titulado Entre la Historia y la Nada, y publicado originalmente en la revista Escandalar. Allí se contaba la historia de los grandes suicidios políticos del siglo XX cubano: desde los de personalidades de la vida pública republicana, como el alcalde habanero Manuel Fernández Supervielle, el líder populista Eduardo Chibás, el ex presidente Carlos Prío Socarrás o el director de la revista Bohemia, Miguel Ángel Quevedo, hasta los de importantes dirigentes de la Revolución como la heroína Haydée Santamaría, el magistrado Osvaldo Dorticós y varios ministros revolucionarios: Augusto Martínez Sánchez, Alberto Mora, Rodrigo García...

Otro novelista, Eliseo Alberto, en una de las crónicas de su libro Dos cubalibres (2005), habla de escritores y artistas suicidas, más recientes, como los poetas Raúl Hernández Novás y Ángel Escobar, los narradores Guillermo Rosales y Miguel Collazo, la pintora Belkis Ayón y la historiadora Raquel Mendieta. Al lector europeo o norteamericano puede resultar tediosa o extravagante, por trivial o desconocida, tan larga lista de trasnochados románticos y tropicales, nacidos en las Antillas de fines del siglo XX y, a pesar de ello, resueltos a quitarse la vida ante el infortunio de la historia. Pero, en todos los casos, se trata de protagonistas de la vida cultural cubana, precisamente, en sus décadas de mayor apogeo utópico y aclamación occidental.

El último libro del más laborioso historiador de temas cubanos, el profesor Louis A. Pérez Jr., de la Universidad de North Carolina, en Chapel Hill, se titula To Die in Cuba. Suicide and Society (2005) y versa sobre la vocación suicida de los habitantes de la isla. La investigación de Pérez viene a confirmar algo que ya se desprendía del estudio de Donate y Macías y desarrollado también por Damián Fernández en su ensayo Cuba and the Politics of Passion (2000): a saber, que, entre cubanos, ese impulso de aniquilación no es atribuible, únicamente, al establecimiento de un orden comunista en el Caribe, sino a una experiencia traumática de la historia y a un ejercicio patológicamente afectivo de la vida social y política. Desde fines del siglo XIX y, sobre todo, desde las primeras décadas del XX, ya los índices de suicidio en Cuba estaban por encima del de la mayoría de los países latinoamericanos.

En 1907, por ejemplo, el médico legal Jorge Le Roy Cassá publicó un estudio, titulado Qou Tendimus?, en el que daba a conocer que entre 1890 y los primeros años de la República, es decir, en poco más de una década, se habían matado 764 hombres y 355 mujeres. Entonces, la población insular, cercana a los dos millones de habitantes, acababa de sufrir una guerra en dos actos, la de los cubanos por su independencia y la de los Estados Unidos contra España, y un nacimiento como nación moderna constantemente alterado por tensiones raciales y guerra civiles. Un siglo después, la proporción de muertes por suicidio en Cuba parece confirmar esa tendencia a la automutilación de una ciudadanía, capaz de soportar la más larga dictadura de la historia occidental, pero incapaz de hacerlo sin dejar un testimonio perturbador.

Psiquiatras, filósofos y escritores piensan que un acto tan misterioso como el suicidio es inexplicable. Inexplicable, piensan algunos, como la locura y el amor, los milagros y las alucinaciones. El estudio de un historiador tan autorizado como Louis Pérez demuestra que, en el caso cubano, esa inveterada disposición al suicidio tiene que ver con la historia o, más específicamente, con el devenir político de la isla. Toda experiencia autoritaria, como la que se vivió en Cuba antes de 1959, y toda experiencia totalitaria, como la que ha tenido que soportar la población cubana desde 1959, es transmisora de esa "sombra" de muerte que, al decir de Eugenio Trías, deja a su paso cualquier gobierno tiránico.

Las fantasías occidentales establecen a Cuba como una isla caribeña, con fuertes tradiciones de alegría y comunitarismo, capaces de movilizarse contra la racionalidad moderna. La vocación suicida de los cubanos, sin embargo, describe a una ciudadanía atormentada, incapaz de liberar frustraciones históricas, reacia a superar traumas nacionales y demasiado proclive a la experiencia afectiva de los conflictos políticos. No hay estadística más reveladora del carácter sombrío del socialismo cubano que esos 100.000 suicidas en medio siglo.



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