El libro negro del comunismo
Por Stéphane Courtois
Se ha podido escribir que "la historia es la ciencia de la desgracia de los hombres", y nuestro siglo de violencia [el s. XX] parece confirmar la veracidad de esta frase de una manera contundente.
Es cierto que en los siglos anteriores pocos pueblos y pocos estados se han visto libres de algún tipo de violencia en masa. Las principales potencias europeas se vieron implicadas en la trata de esclavos negros; la República francesa practicó una colonización que, a pesar de ciertos logros, se vio señalada por numerosos episodios repugnantes que se repitieron hasta su final. Los Estados Unidos siguen inmersos en una cierta cultura de la violencia que hunde sus raíces en dos crímenes enormes: la esclavitud de los negros y el exterminio de los indios.
Pero todo eso no contradice el hecho de que nuestro siglo parece haber superado al respecto a los siglos anteriores. Un vistazo retrospectivo impone una conclusión sobrecogedora: fue el siglo de las grandes catástrofes humanas –dos guerras mundiales, el nazismo, sin hablar de tragedias más localizadas en Armenia, Biafra, Ruanda y otros lugares–.El imperio otomano se entregó ciertamente al genocidio de los armenios, y Alemania al de los judíos y los gitanos. La Italia de Mussolini asesinó a los etíopes. Los checos han tenido que admitir a regañadientes que su comportamiento en relación con los alemanes de los Sudetes durante 1945-1946 no estuvo por encima de toda sospecha. E incluso la pequeña Suiza se encuentra hoy en día atrapada por su pasado de gestora del oro robado por los nazis a los judíos exterminados, incluso aunque el grado de atrocidad de este comportamiento no tenga ningún punto de comparación con el del genocidio.
El comunismo se inserta en esta parte del tiempo histórico desbordante de tragedias. Constituye incluso uno de sus momentos más intensos y significativos. El comunismo, fenómeno trascendental de este breve siglo XX que comienza en 1914 y concluye en Moscú en 1991, se encuentra en el centro mismo del panorama. Se trata de un comunismo que existió antes que el fascismo y que el nazismo, y que los sobrevivió y alcanzó los cuatro grandes continentes.
¿Qué es lo que designamos exactamente bajo la denominación de comunismo? Es necesario introducir aquí inmediatamente una distinción entre la doctrina y la práctica. Como filosofía política, el comunismo existe desde hace siglos, incluso milenios. ¿Acaso no fue Platón quien, en La República,estableció la idea de una ciudad ideal donde los hombres no serían corrompidos por el dinero ni el poder, donde mandarían la sabiduría, la razón y la justicia? Un pensador y hombre de estado tan eminente como sir Tomás Moro, canciller de Inglaterra en 1530, autor de la famosa Utopía y muerto bajo el hacha del verdugo de Enrique VIII, ¿acaso no fue otro precursor de esa tesis de la ciudad ideal? La trayectoria utópica da la impresión de ser perfectamente legítima como crítica útil de la sociedad. Participa del debate de ideas, oxígeno de nuestras democracias. Sin embargo, el comunismo del que hablamos aquí no se sitúa en el cielo de las ideas. Se trata de un comunismo muy real que ha existido en una época determinada, en países concretos, encarnado por dirigentes célebres –Lenin, Stalin, Mao, Ho Chi Minh, Castro, etc. (...)–.
Sea cual sea el grado de implicación de la doctrina comunista anterior a 1917 en la práctica del comunismo real (...), fue éste el que puso en funcionamiento una represión sistemática, hasta llegar a erigir, en momentos de paroxismo, el terror como forma de gobierno. ¿Es inocente, sin embargo, la ideología? Algunos espíritus apesadumbrados o escolásticos siempre podrán defender que ese comunismo real no tenía nada que ver con el comunismo ideal. Sería evidentemente absurdo imputar a teorías elaboradas antes de Jesucristo, durante el Renacimiento o incluso en el siglo XIX, sucesos acontecidos durante el siglo XX. No obstante, como escribió Ignazio Silone, "verdaderamente, las revoluciones, como los árboles, se reconocen por sus frutos". No careció de razones el que los socialdemócratas rusos, conocidos con el nombre de bolcheviques, decidieran en noviembre de 1917 denominarse comunistas. Tampoco se debió al azar el que erigieran al pie del Kremlin un monumento a la gloria de aquellos que consideraban precursores suyos: Moro o Campanella.
Superando los crímenes individuales, los asesinatos puntuales, circunstanciales, los regímenes comunistas, a fin de asentarse en el poder, erigieron el crimen en masa en un verdadero sistema de gobierno. Es cierto que al cabo de un lapso de tiempo variable –que va de algunos años en Europa del Este a varias décadas en la URSS o en China– el terror perdió su vigor y los regímenes se estabilizaron en una gestión de la represión cotidiana a través de la censura de todos los medios de comunicación, del control de las fronteras y de la expulsión de los disidentes. Pero la memoria del terror continuó asegurando la credibilidad, y por lo tanto la eficacia, de la amenaza represiva. Ninguna de las experiencias comunistas que en algún momento fueron populares en Occidente escapó de esa ley: ni la China del "Gran Timonel", ni la Corea de Kim Il Sung, ni siquiera el Vietnam del "agradable Tío Ho" o la Cuba del radiante Fidel, acompañado por el puro Che Guevara, sin olvidar la Etiopía de Mengistu, la Angola de Neto y el Afganistán de Najibullah.
Sin embargo, los crímenes del comunismo no han sido sometidos a una evaluación legítima y normal, tanto desde el punto de vista histórico como desde el punto de vista moral. Sin duda, ésta es una de las primeras ocasiones en que se intenta realizar un acercamiento al comunismo interrogándose acerca de esta dimensión criminal como si se tratara de una cuestión a la vez central y global. Se nos replicará que la mayoría de estos crímenes respondían a una legalidad aplicada por instituciones que pertenecían a regímenes en ejercicio, reconocidos en el plano internacional y cuyos jefes fueron recibidos con gran pompa por nuestros propios dirigentes. Pero ¿acaso no sucedió lo mismo con el nazismo? Los crímenes que exponemos en este libro no se definen de acuerdo con la jurisdicción de los regímenes comunistas, sino con la del código no escrito de los derechos naturales de la humanidad.
La historia de los regímenes y de los partidos comunistas, de su política, de sus relaciones con sus sociedades nacionales y con la comunidad internacional, no se resume en esa dimensión criminal, ni incluso en una dimensión de terror y de represión. En la URSS y en las "democracias populares" después de la muerte de Stalin, en China después de la de Mao, el terror se atenuó, la sociedad comenzó a recuperar su tendencia y la coexistencia pacífica –incluso si se trataba de "una continuación de la lucha de clases bajo otras formas"– se convirtió en un dato permanente de la vida internacional. No obstante, los archivos y los abundantes testimonios muestran que el terror fue desde sus orígenes una de las dimensiones fundamentales del comunismo moderno. Abandonemos la idea de que determinado fusilamiento de rehenes, determinada matanza de obreros sublevados, determinada hecatombe de campesinos muertos de hambre sólo fueron accidentes coyunturales, propios de determinado país o determinada época. Nuestra trayectoria supera cada terreno específico y considera la dimensión criminal como una de las dimensiones propias del conjunto del sistema comunista durante todo su período de existencia.
¿De qué vamos a hablar? ¿De qué crímenes? El comunismo ha cometido innumerables: primero, crímenes contra el espíritu, pero también crímenes contra la cultura universal y contra las culturas nacionales. Stalin hizo demoler centenares de iglesias en Moscú. Ceausescu destruyó el corazón histórico de Bucarest para edificar en su lugar edificios y trazar avenidas megalómanas. Pol Pot ordenó desmontar piedra a piedra la catedral de Phnom Penh y abandonó a la jungla los templos de Angkor. Durante la Revolución Cultural maoísta, los guardias rojos destrozaron o quemaron tesoros inestimables. Sin embargo, por graves que pudieran ser a largo plazo esas destrucciones para las naciones implicadas y para la humanidad en su conjunto, ¿qué peso pueden tener frente al asesinato masivo de personas, de hombres, de mujeres, de niños?
Nos hemos limitado, por lo tanto, a los crímenes contra las personas, que constituyen la esencia del fenómeno del terror. Éstos responden a una nomenclatura común incluso, aunque una práctica concreta se encuentre más acentuada en un régimen específico: la ejecución por medios diversos (fusilamientos, horca, ahogamiento, apaleamiento; y en algunos casos gas militar, veneno o accidente automovilístico), la destrucción por hambre (hambrunas provocadas y/o no socorridas) y la deportación, o sea, la muerte que podía acontecer en el curso del transporte (marchas a pie o en vagones de ganado) o en los lugares de residencia y/o de trabajos forzados (agotamiento, enfermedad, hambre, frío). El caso de los períodos denominados de "guerra civil" es más complejo: no resulta fácil distinguir lo que deriva de la lucha entre el poder y los rebeldes y lo que es matanza de poblaciones civiles.
No obstante, podemos establecer un primer balance numérico que aún sigue siendo una aproximación mínima y que necesitaría largas precisiones, pero que, según estimaciones personales, proporciona un aspecto de considerable magnitud y permite señalar de manera directa la gravedad del tema:
– URSS: 20 millones de muertos.
– China: 65 millones de muertos.
– Vietnam: 1 millón de muertos.
– Corea del Norte: 2 millones de muertos.
– Camboya: 2 millones de muertos.
– Europa Oriental: 1 millón de muertos.
– América Latina: 150.000 muertos.
– África: 1,7 millones de muertos.
– Afganistán: 1,5 millones de muertos.
– Movimiento comunista internacional y partidos comunistas no situados en el poder: una decena de millares de muertos.
El total se acerca a la cifra de cien millones de muertos.
Este grado de magnitud oculta grandes diferencias entre las distintas situaciones. Resulta indiscutible que en términos relativos la palma se la lleva Camboya, donde Pol Pot, en tres años y medio, llegó a matar de la manera más atroz –hambre generalizada, tortura– aproximadamente a la cuarta parte de la población total del país. Sin embargo, la experiencia maoísta sobrecoge por la magnitud de las masas afectadas. En cuanto a la Rusia leninista y estalinista, hiela la sangre por su aspecto experimental pero perfectamente reflexionado, lógico y político.
[...]
Nuestra obra contiene muchas palabras y pocas imágenes. En ella se aborda uno de los puntos sensibles de la ocultación de los crímenes del comunismo: en una sociedad mundial hipermediatizada, en que la imagen –fotografiada o televisada– es lo único que merece credibilidad ante la opinión pública, solamente disponemos de algunas escasas fotografías de los archivos dedicados al Gulag o al Laogay, y ninguna foto de la deskulakización o del hambre durante el Gran Salto Adelante. Los vencedores de Nüremberg pudieron fotografiar y filmar con profusión los millares de cadáveres del campo de concentración de Bergen-Belsen y se han encontrado las fotos tomadas por los mismos verdugos, como ese alemán que dispara a bocajarro sobre una mujer que lleva a su hijo en brazos. Nada de eso existe en relación con el mundo comunista, en que se había organizado el terror en el seno del secreto más estricto.
No se contente el lector con algunos documentos iconográficos reunidos aquí. Consagre el tiempo necesario a conocer, página a página, el calvario sufrido por millones de seres humanos. Realice el indispensable esfuerzo de imaginación para representarse lo que fue esa inmensa tragedia que va a continuar marcando la historia mundial durante las próximas décadas. Entonces se planteará la cuestión esencial: ¿por qué? ¿Por qué Lenin, Trotsky, Stalin y los demás consideraron necesario exterminar a todos aquellos a los que designaban como "enemigos"? ¿Por qué se creyeron autorizados a conculcar el código no escrito que rige la vida de la humanidad: "No matarás"?
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