Thursday, February 27, 2020

Nuestras abuelas en el paseo.

Por Alvaro de la Iglesia (1917)

Son las seis de la tarde en verano. Desde la Puerta de Tierra van en dirección paralela a lo que hoy es calle de Dragones, a desembocar en el Nuevo Prado, numerosos quitrines con el fuelle plegado, conduciendo las más bellas flores del jardín habanero, vestidas enteramente de blanco, con flores en la cabeza descubierta y asomando los menudos pies por la espuma blanquísima del vestido. Caracoleando en torno, marchan también muchos jinetes, unos montando a la criolla con el potro enjaezado de plata y otros a la europea figurando entre estos últimos varios jefes y oficiales del Fijo de la Habana que es el regimiento de guarnición en cuyas filas no faltan habaneros desde la calle de la Real Muralla hasta la calzada de San Luis que es la actual calzada de la Reina, dirígense también al Nuevo Prado, que es el paseo de moda, numerosos grupos de jóvenes, de -viejos, de empleados en las diferentes dependencias de la Administración y de militares. Los hombres visten de levita negra, corbatín y chaleco y pantalón blancos, viéndose muy pocos jipijapas : casi todo el mundo lleva sombrero de copa alta, en su forma más anti estética, la de un cono invertido..
La multitud va desembocando en el paseo donde ya está organizado el cordón de carruajes que se mueve lentamente y a cuyos bordes los jinetes sostienen una conversación cortada con las damas y dejan caer, como flores, sobre las beldades perezosamente tendidas en el fondo del bello carruaje, sus galanterías.
El paseo parece tener su paraje preferido en la glorieta de la India. Allí van desgranándose algunos quitrines y formando un arco de cimillo cuyo eje es el moderno edificio de la fábrica "La Majagua" que entonces no existía como ninguno de los que lo siguen hasta el teatro de Payret. En derredor de cada quitrín se ha formado un círculo de pedestres y jinetes y allí se comentan los reducidos sucesos de una sociedad que empieza a desenvolverse, en la que el periódico propiamente dicho, no ha aparecido y distinguidos. A pie, bajo el toldo de laureles que va donde todo el mundo se conoce sin que quepa nada inesperado ni menos dramático a no ser un crimen.
En medio de aquella animada reunión se levanta la hermosa fuente de la India que ha sustituído a la estatua de Carlos III existente hoy en el paseo que lleva el nombre de aquel monarca. La tarde va cayendo mansamente y en la copa de los framboyanes y en el mármol blanquísimo de la hermosa estatua chispean los postreros rayos del sol, precursores del breve crepúsculo tropical. El paseo se halla en su punto: algo hay esta tarde que presta una animación desusada a -los concurrentes. Una verdadera nota mundana, como se dice en nues tros días, es el objeto de todas las conversaciones, sobre todo desde que ha hecho su aparición en el término del Nuevo Prado un quitrín donde luce su deslumbradora belleza una joven trigueña, acompañada solamente por un ancia no: su abuelo. Todas las miradas se han fijado en aquel carruaje que parece simbolizar elocuentemente la aurora de la vida y su crepúsculo. De las conversaciones diseminadas puede sacarse en consecuencia el drama. La joven, de la más selecta clase social, ha dado margen a un duelo de deplorables consecuencias. O por coquetería o por inadvertencia hija de sus pocos años, Florinda venía sosteniendo relaciones amorosas con dos galanes a un tiempo. Ambos creían ser el preferido, ambos eran oficiales distinguidos del Fijo y ambos se hallaban mor- talmente enamorados de la muchacha que a más de ser preciosa heredaría a la muerte de su abuelo un crecido caudal. Una casualidad hizo que los dos pretendientes descubrieran el doble juego de la niña y la tarde anterior, llevando por padrinos a cuatro oficiales de su cuerpo, se habían batido en el camino cubierto, en el mismo sitio en que está hoy la Plaza del Polvorín. El duelo fué a espada y uno de los contendientes, el más joven y al decir de algunos, el que más pruebas de predilección había reci bido de la endiablada Florinda, resultara mortalmente herido.
Los comentarios sobre un suceso que venía, a romper la monotonía desesperante de la vida poblana, puede decirse que monopolizaban to dos los corrillos y en todos ellos aleteaban las más severas censuras para aquella muchacha que cruzaba indiferente, tendida en los cojines de su flamante quitrín, como si con ella no fuera la cosa, partiendo las flechas más envenenadas precisamente de aquellas damas que no eran el mejor modelo de recogimiento en sus costum bres. Parecía echarse de menos en aquel avis pero de murmuración la frase evangélica del Divino Maestro : la que esté libre de pecado que arroje la primera piedra. . .
Contra las verjas de la fuente se ven reclina dos muchos jóvenes contemplando el mujerío que pasa y el que se ha avecindado en aquella rotonda desde la cual se divisa el extenso paseo en cinco calles de árboles y asientos de piedra que ocupan los curiosos de la clase más modesta. Mirando al frente se extiende el amplio trapecio del Campo de Marte con sus verjas de lanza y moharras doradas y sus numerosos pilares de mampostería coronados por granadas. Una espesa arboleda le da el aspecto de un bosque prestando frescura y sombra a un solitario paseo an en construcción.

La animación del Nuevo Prado va declinando según los rayos del sol poniente se ocultan y toda la concurrencia, como las cuentas de un rosario cuyo hilo se hubiera roto, va desgranán dose bien en dirección del concurrido café de Escauriza, abuelo de nuestro Louvre, lleno de público desde las primeras horas de la tarde, ya otra vez en dirección de la ciudad vieja, Dragones abajo, para cruzar la Puerta de Tierra y descender Muralla o ir hacia Obispo ante las tiendas de novedades y joyería o ante las neverías y dulcerías de Arrillaga y La Dominica. Una hora después la animación torna a empezar cuando las familias se disponen a acudir al teatro de la Alameda para oír por la compañía francesa la ópera Zelmira y Azor y por el cua dro de cómicos españoles Marcela o ¿cuál de los tres? de Bretón de los Herreros. Algunos quitrines han tomado las calzadas de Jesús del Monte y el Cerro para buscar una atmósfera más pura y otros, recorriendo el Nuevo Prado que no es más que la prolongación del viejo, se han alargado hasta la Punta cual si por instinto nuestras abuelas indicaran con su presencia en aquel paraje solitario y de tétricos recuerdos el punto en que había, al correr del tiempo, de extenderse el paseo más bello de la Habana : el Malecón.

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