El capitulo del hielo me fascino e inmediatamente fui a buscar mas informacion al respecto y me encuentro con el libro "Memorias del Astillero Jose Maria Cienfuergos Jovellanos" en donde dice el Gobernador y Capitan General de Cuba y la Florida, que el hielo fue introducido en Cuba en 1806. Luego fue a buscar quienes lo trajeron a Cuba y me encuentro que fue el norteamericano Frederick Tudor que bastante padecio con la empresa en Martinica. Me parecio un buen tema para escribir y es cuando busco y encuentro un escrito de la historiadora cubana Josefina Ortega en La Jiribilla, directora de la seccion "Memorias" de dicha publicacion. El articulo esta bien redactado, bien adornado y citado, por lo que decidi ponerlo a continuacion. Una sola cosa me parecio extraño en el articulo y es que en ningun momento menciona al Gobernador Jose Maria Cienfuegos Jovellanos y sin embargo lo cita cuando ella dice: "Y desde entonces aparece en la ciudad la primera neveria, la de Juan Antonio Montes". Decia el gobernador Jose Maria Cienfuegos Jovellanos -el mismo por el cual lleva su nombre la ciudad de Cienfuegos- lo siguiente: "Fue en 1806 cuando el uso del hielo en los refrescos y helados se introdujo por primera vez en Cuba, con la cerrada oposicion de los medicos en Cuba. Rompio marcha, la grande y famosa neveria de Juan Antonio Monte, -!A un peso la copa de helado! - que situada en la calle de Cuba, es hoy centro de reunion de la gente mas elegante y distinguida de la Habana"
Cuando se cita, se cita completo. Especialmente alguien que escribe con suficiente referencias.
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Este daiquirí helado, batido tan bien como está, parece el mar allí donde la ola se aleja de la proa de una nave y se rompe cuando la nave se desplaza a 30 nudos. ¿Cómo crees que sabrían los daiquirís helados si fuesen fosforescentes?
Islas en el Golfo. Ernest Hemingway
Difícil resulta imaginar a esta calurosísima Habana sin la maravilla del hielo y, sin embargo, durante prolongada era sus vecinos no pudieron “gozar de este consuelo en el riguroso estío”, tal como afirmara entonces don Francisco de Arango y Parreño.
Fue precisamente este ilustrísimo personaje quien el 23 de septiembre de 1801, presentó a la Junta de Gobierno del Real Consulado una proposición que mucho tendrían que agradecerle en lo sucesivo naturales y forasteros de esta ciudad: traer la magia del frío.
Como era de esperar algunos de mente estrecha —que siempre los hay— no estuvieron de acuerdo con tan feliz iniciativa y preguntaron a viva voz ¿para qué los habaneros necesitarían del hielo si hasta entonces no lo habían tenido?
Así pues, al líder de los azucareros criollos no le quedó más remedio que mostrar sus razones del todo convincentes y para lo cual informó a los escépticos que desde los días del gobierno del Marqués de la Torre, (1771-1776), ya se habían traído a la villa con resultados propicios unas porciones del frío producto desde Veracruz y Boston.
Y para el acomodo de la casi mágica mercancía sugería aplicar el método de Rosier fundamentado en el uso de los “pozos de hielo”. Por cierto, este señor basaba su propaganda en un muy contundente argumento: “El hielo y las bebidas heladas entonan el estómago y todo el sistema nervioso y muscular”.
Al señor Gobernador de la Isla, Salvador de Muro y Salazar, Marqués de Someruelos, le pareció muy buena la idea, y para dicha de sus semejantes la aprobó sin objeción alguna, no sin antes declarar que “las bebidas heladas eran buenas para curar enfermedades de la sangre tan corrientes en climas cálidos”.
Ya todo estaba dicho. Solo quedaba poner manos a la obra. A comienzos de 1805 llegaba al puerto de La Habana el bostoniano Federico Tudor, a bordo del buque Favorito, con una carga de nada menos que 240 toneladas de hielo, para el que se construyeron depósitos especiales.
Tan satisfactorio resultó su quehacer que cinco años más tarde el referido empresario, conocido ya como el Rey del hielo, obtuvo de las autoridades españolas el monopolio por seis años para la venta de ese producto en Isla y desde entonces aparece en la ciudad la primera nevería, la de Juan Antonio Montes.
Con la llegada del hielo cambiarían las costumbres y el buen vivir en La Habana decimonónica, donde comenzó a florecer la vida de cafés, “escape remansado (…), donde nacían las amistades conversadas” (…) “Quien más quien menos tenía una silla habitual en un café”, como dijera Fernando G. Campoamor en su ameno libro El Hijo alegre de la caña de azúcar.
Ya los habaneros, luego de su cotidiano paseo vespertino por la alameda de Paula, la plaza de Armas y otros sitios, podían hacer un alto en los muchos cafés (antecesores de nuestros bares y cantinas), donde se reunían por separado los diferentes grupos y sectores sociales que coloreaban el ambiente citadino de la época.
Así, en 1819 aparece en la esquina de Obispo y Monserrate un típico bodegón español: La piña de Plata, que con el paso del tiempo se convertiría en el mundialmente famoso Floridita, la Cuna del Daiquirí, que bien merece un estudio aparte.
También en la calle Obispo empiezan a funcionar otros comercios de este animado género, como La Columnata Egipciana, donde se brinda la horchata de chufas y el agua de cebada a las damas, y la viril compuesta a los caballeros.
En la calle de la Obra Pía se inaugura entonces el café Las Rejas Verdes, sitio de nevados de frutas para las mamás y la muchachada, al tiempo que mostrador libre al gusto de los señores.
En competencia, la Fuente de Ricla, en la calle Muralla, oferta a la clientela sus famosos refrescos de cola. En La Dominica, en la esquina de O'Reilly y Mercaderes, damas y caballeros saborean en sus mesas de mármol deliciosos refrescos y helados, acompañados de los dulces mejor elaborados de la Isla.
Con la llegada del nuevo y frío elemento nace además un nuevo arte, el de la coctelería. Los alborozados bebedores se regocijan con el Jaibol, el Cuba Libre, el Cubanito y el Daiquirí, el más conocido en todo el mundo, y al que Hemingway en su póstumo libro Islas en el golfo agasaja desde su banqueta habitual en el Floridita:
"Había bebido daiquirís dobles helados, los grandiosos daiquirís que preparaba Constante, que no sabían a alcohol y daban la misma sensación, al beberlos, que la que produce el esquiar barranca abajo por el glaciar cubierto de nieve en polvo y luego, después del sexto u octavo, la sensación de esquiar barranca abajo por un glaciar cuando se corre sin la cuerda."
¡Quién pudo imaginar que tan prodigiosa historia comenzara aquel 23 de septiembre de 1801, cuando don Francisco de Arango y Parreño propuso traer a La Habana la maravilla del hielo para “gozar de este consuelo en el riguroso estío”!
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